El pistolero corso

Enrique Enriquez(IM)



El pistolero corso llegó a Caracas en burro. Venía de Puerto Cabello acompañado de un baquiano que hablaba poco y preguntaba menos. El pistolero corso cargaba dos pistolas cruzadas al cinto y uno no había terminado de reparar en ellas cuando ya estaba muerto. Lo habían traído los de la resistencia a pelear contra la Seguridad Nacional, esa policía infame que había puesto de moda la palabra "esbirro" y le tragaba a la gente su suspiros, obligándola a vivir masticando miedo, con las opiniones suspendidas hasta nuevo aviso o nueva vida.

El pistolero corso se mezcló con la gente común, puso cara de "yo no fui" y abrió el marcador. Primero como una lloviznita y luego como si los boletos al Infierno estuviesen en oferta, los matones de la "Seguridad" cambiaban su rol de ave rapaz por el de pichón gordo y caían abatidos por sus balas. Proyectiles que sonaban en estéreo y pegaban con modales europeos, prácticos y puntuales. Todos nacemos muertos, con una fecha de vencimiento que por fortuna los hombres comunes no sabemos dónde leer. El pistolero corso traía los lentes puestos y a más de un sicario le encontró los numeritos en la costura. Llámenlo coincidencia, pero ninguno de ellos tenía saldo y a todos se les venció el plazo ese día. No le gustaban las policías políticas. Le daban comezón y a la hora de rascarse recordaba que en su país le habían cortado los índices para aplacarle la destreza con las armas. Pero sus manos conservaban la velocidad y sólo su odio se hizo más rápido, así que ahora, si las primeras balas eran parte de un contrato, la última iba siempre por la casa. Jamás la regateaba.

Tenía suerte matando, y aunque jamás moría, poca fortuna viviendo. El pistolero corso se casó con una dama caraqueña que tenía la genética en contra y terminó loca, recluida en un manicomio. Un hueco negro como la amnesia porque todos sabían que una serpiente enorme venía en las noches para chuparle a los pacientes ese licor dulce que es la memoria. Le había dado dos hijos y el pistolero perseguido, despechado, cansado y corso, no tuvo otra que cargar con sus cachorros, uno de siete y otro de cuatro, de escondite a escondite y guarida en guarida.

Sucedió que por un tiempo el pistolero decidió ocultar a sus hijos en Charallave, un pueblucho de dos calles que remataban en una rotonda polvorienta, donde el alcalde era afecto a los rebeldes y nadie había perdido nada, por lo que mucho menos iba a ir a buscarlo. Los dejó en una casa al final de la calle principal, una covacha destartalada que tenía un jergón por puerta y parecía respirar de la cantidad de aire que se le colaba por los rincones. Si el corso se careaba tanto con el miedo que se sentía él mismo el miedo en persona, jamás pensó que en aquel lugar le esperaba el enemigo más temido de cuantos le pasaron por la mira.

Cuando se tiene una verbena de policías muertos marcados en la cacha de la pistola los compromisos familiares y sociales se dificultan. La muerte es celosa y si te citas a diario con ella, comienza a entorpecerte los otros quereres. Por eso el pistolero tardó un mes en ver a sus chicos de nuevo. Los encontró igual de flacos pero menos tranquilos y el más grande, que era muy miedoso pero ya contaré otro día cómo terminó también abaleando hampones y escuchando a Rocío Durcal, le dijo abrazándose a sus piernas:

- ¡Papá, llévanos de aquí! ¡Tengo miedo del jinete sin cabeza!

Papá pistolero no hizo caso. Aquel era un buen escondite, el pueblo entero velaba por los cachorros y él, que en eso de los envíos al más allá era una agencia de viajes, jamás había visto regresar a un cliente. Así que se fue de nuevo y no volvió sino al cabo de tres meses. El saludo de su hijo, sin embargo, no cambió ni una sílaba:

- ¡Papá, llévanos de aquí! ¡Tengo miedo del jinete sin cabeza!

Pero no. No le creyó esta vez tampoco el pistolero corso a su hijo. Bastante tenía que preocuparse por los demonios que habitan el mundo de los vivos como para creer en fantasmas. Salió de gira por varias semanas más y al visitar de nuevo a sus vástagos, se encontró que el argumento había variado un poco.

- Papá, si no nos llevas a otro lado ahora, cuando vuelvas no nos encontrarás. Me llevaré a mi hermano de aquí, porque... ¡Tenemos mucho miedo del jinete sin cabeza!

El pistolero corso caviló un rato con las manos mutiladas acariciándole el cabello a sus hijos y salió a preguntar. Aquí y allá, en efecto, encontró que todos en el pueblo tenían lo mismo que decir: "Todas las noches, luego de las ocho en punto, Charallave se recoge pues un jinete sin cabeza, portando una capa negra y arrastrando unas cadenas entra por la calle principal del pueblo, cabalgando un corcel negro que echa fuego por los ojos. Avanza aullando hasta la rotonda y allí profiere gritos espantosos por espacios de diez minutos, mientras su caballo se encabrita y lanza destellos de azufre".

En la rotonda vivían sus hijos y con el jergón por puerta su casita resultaba un palco privilegiado para ver al espectro en todo esplendor. Por un momento, lo vio. Vio a sus niños acurrucándose bajo las sábanas, abrazaditos uno al otro con el terror dejándolos al borde de un espasmo, viviendo cada día para una cita con el miedo sin más protección que un catre amarrado al marco de la puerta, en vela cada noche tras la visita del diablo, y sintió ese sabor a plomo en la boca, ese escozor que le subía por el estómago y se irradiaba desde su plexo solar calentándole cada rincón del alma hasta que ya no era él, sino una voluntad herida, un hambre, una cuenta pendiente con patas. Al pistolero corso lo invadió la ira retroactiva, una furia que se remontaba al primer día en que sus hijitos queridos habían posado sus ojos en el espantajo a caballo. Todos los días sale un muerto a la calle que no sabe que está muerto y el corso lo buscaba para explicarle que ya no tendría necesidad de seguir en pie. Pero en Charallave, al parecer, todas las noches salía a pasear un muerto que se sabía difunto, pero necesitaba le refrescasen la memoria.

- ¡Traiganme dos baldes de agua bendita! -pidió el pistolero a las sombras que lo rodeaban. Sí, he dicho sombras. A la hora de matar nadie era nadie, no había nombres o apellidos. Su odio no era buen dibujante y contagiado de muerte el corso sólo veía siluetas, seres irreconocibles, irrelevantes, que se dividían que los que quedarían en pie y los que no- Me las dejan aquí y se van a su casa. Quédense tranquilos -remató.

A las ocho menos cuarto de esa noche se podía oír latir al corazón de las hormigas. El pueblo entero se acurrucó a la espera de la infame visita. En medio de la rotonda el pistolero corso, hecho él mismo un espanto temible, esperaba con las manos laxas a cada lado del cuerpo, las piernas ligeramente abiertas, dos baldes de agua traídos de la iglesia y las infaltables pistolas, mudas, pero con el amago de sonrisa que producen las citas a ciegas.

El reloj de la iglesia marcó las ocho y tras unos segundos se oyó: del final de la calle venía un sonido de cascos. Un caballo solo, que al cabo de un instante le ganó espacio a la penumbra y se dejó ver apenas de lo negro que era. Venía enjaezado también de negro estricto y al redoble de sus patas se plegaba el tintineo de unas cadenas. En los estribos de la silla sendas botas negras se apoyaban cómodas, seguidas cada una por la pierna de un pantalón negro que remataban en el vientre del jinete, acordonado por un cinturón con una calavera risueña y desafiante en la hebilla. Sobre la camisa blanca caía una capa negra cuyos bordes se perdían en la noche, y cuyo inicio se anudaba al cuello inexistente del fantasma.

No tenía cabeza, en efecto. Llevaba al caballo corto de riendas y avanzaba lento, como modelando sus atributos en aquella improvisada pasarela de horror. Iba decapitado y el pistolero corso ni siquiera reparó en ese detalle. Era lo de menos. Igual lo hubiese descabezado él mismo por meterse con sus hijos. El jinete sin cabeza se fue acercando y a medio camino echó una carcajada burlona, un eco gutural que le salió del pecho y electrizó el aire, a la que el pistolero respondió asintiendo con la cabeza consciente de que era una línea inevitable en el guión. El jinete sin cabeza prosiguió su paseo ostentando su apariencia horrenda y rió de nuevo, pero el corso sólo dejó escapar un suspiro fatigado en señal de aburrimiento e hizo un chasquido con la boca para azuzarle el caballo, obligando al demonio a templar la rienda para que la bestia no se le desbocase. Sin embargo, ésta avanzó lo suficiente como para quedar al alcance del pistolero, que le echó encima la primera paila de agua bendita sin que nada sucediese. Dispuesto a darle otro chance al más allá, el corso no esperó y lanzó el contenido de la segunda paila por los aires, que alcanzó al jinete esta vez de lado, pegándole media capa a la espalda.

No hubo exorcismo, ni humo, ni nada. El descabezado encabritó al caballo y aulló con furia, pero ya para el corso no valían amagos. "Si no te desvaneció el agua es que no estabas muerto" dijo hablando en pasado, y al terminar la frase ya le había descargado las dos pistolas encima.

El jinete cayó hecho un garabato rojo y negro tres metros más allá del caballo, que no escupía fuego pero comía papelón, como comprobaron luego los hijos del corso. El enviado de belcebú resultó ser el barbero del pueblo, un calvito esmirriado de humor incomprensible que se ataba la capa a la frente para parecer decapitado, y fue enterrado sin parsimonia por unos vecinos que pasarían los meses siguientes menos afeitados pero más tranquilos. El tiempo ha pasado y hoy en día pocos hombres de bien, de los que no la deben ni la temen, recuerdan que el pistolero corso mató al jinete sin cabeza en Charallave. Aquellos que han hecho del abusar sobre otros un oficio, en cambio, aún miran nerviosos sobre su hombro cuando el silencio arrecia, sabiendo que sentirán tarde o temprano un suspiro de plomo que les despeje los numeritos en la costura y los saque del juego con los pies por delante.



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3 comentarios:

Unknown dijo...

Brillante relato, Enríquez. Hablando en nombre de la pequeña colonia corsa del occidente, estamos orgullosos y agradecidos. A mi juicio, excepcionalmente bien escrito.

Me quedaron ganas de desempolvar las pistolas que están al fondo del arcón.

Anónimo dijo...

Escuché este cuento desde tu escenario con el diablo en las manos. Pues muy bueno, sobre todo por la magia oral... y porque creo que era el único habitante de Charallave en la sala.

Livio O. dijo...

Muy buen cuento, ojalá hoy existiera un pistolero corso para acabar con los tantos esbirros y espantos que hoy aterran a Venezuela